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De Rechazar el Francés a Hablar 4 Idiomas: Lecciones para Criar Hijos Multilingües

Mi historia

Déjenme que les cuente una historia: mi historia. Así es como aprendí a hablar 4 idiomas, incluso con intervalos de aprendizaje de más de 10 años.

Nací y crecí en España; mis padres son internacionales: mi madre es española pero creció en Francia, y mi padre es francés. En teoría, esto debería haberme dado una ventaja para dominar al menos dos idiomas desde la cuna. Sin embargo, ninguno de los dos mantuvo una estrategia constante que me ayudara a asimilar esos dos idiomas a temprana edad.

Además, existía cierto sentimiento de “rechazo” hacia el francés en casa; no era un odio extremo, pero sí lo bastante fuerte como para influir en mi propia perspectiva. Aún hoy, mantengo ciertas emociones negativas hacia este idioma. Hasta la adolescencia, me negaba a aprender, hablar o leer francés. Esto cambió gracias a oportunidades que se presentaron más adelante.

Esta historia es importante por dos motivos:

  • La relación familiar con el idioma: La forma en que los adultos ven o expresan sus sentimientos hacia un idioma impacta directamente en la perspectiva de los niños durante su desarrollo. Créanme cuando les digo que los niños perciben esos sentimientos y, aunque no los entiendan del todo, los replican.
  • La importancia de la metacognición: A lo largo de mi experiencia aprendiendo idiomas, entendí que reflexionar sobre cómo aprendemos es igual de importante que el aprendizaje en sí mismo. La metacognición nos permite identificar nuestras fortalezas, debilidades y estrategias más efectivas para progresar de manera autónoma.

El francés, una montaña rusa

Esta parte quizá resulte curiosa. Ya mencioné que mis padres hablan francés, pero además asistí al Liceo Francés de Alicante. Entonces, tal vez te preguntes: ¿por qué solo aprendí a hablar francés durante mi adolescencia? Pues bien, no fui el estudiante ejemplar hasta llegar a bachillerato. Era de los que se saltaban clases y prestaban poca atención. Pese a ello, hubo un aspecto positivo en esta experiencia: estaba acostumbrado a escuchar un idioma distinto al español.

Ese contacto continuo con el francés, aunque fuera pasivo, me permitió desarrollar una base sólida para la pronunciación. Cuando finalmente decidí aprenderlo, adquirí un acento bastante nativo en un tiempo relativamente corto. Con el paso de los años, obtuve bachillerato, licenciatura y máster en Francia.

Un punto clave en alcanzar un nivel de competencia avanzado fue lo que yo llamo la doble A: Actitud y Aptitud. En mi caso, lo que faltaba no era la aptitud (pues la tenía por exposición temprana), sino la actitud.

En mi caso, me di cuenta de que lo único que me faltaba para aprender este idioma era mi actitud. Hasta que no cambié esa perspectiva, no avancé en absoluto.

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¿Qué podemos sacar de esto?

Que si desde pequeños no mostramos una actitud positiva hacia los idiomas, difícilmente nuestros hijos harán el esfuerzo de aprenderlos.

Ahora bien, ¿cómo llegué a cambiar y decidí aprender francés? Para empezar, me fui a vivir con mi familia a Francia durante un año en mi adolescencia. Además, mi hermana pequeña acababa de nacer, y nuestros padres comenzaron a hablarle en francés.

Ese cambio de entorno, junto con la llegada de mi hermana, transformó mi forma de ver las cosas y alteró mi actitud hacia el francés. Fue así como terminé dedicando mucho tiempo y energía a aprender el idioma.

El inglés: una persona lo cambió todo

Aunque había mejorado mi actitud respecto al francés, el inglés seguía siendo un tema tabú para mí. Todo cambió gracias a un profesor de bachillerato excepcional. Sin él, jamás habría llegado al nivel de inglés que tengo hoy. Este docente me ayudó a corregir mi actitud y también a asentar las bases que me faltaban: gramática fundamental, vocabulario básico y otros conceptos clave que había ignorado por años.

Esto pone de relieve algo importante: como adultos y padres, a veces suponemos que los niños y jóvenes adquieren los fundamentos del inglés (u otro idioma) solo por asistir a clase. Pero basta con tener un mal profesor o un año complicado para arrastrar lagunas o dificultades que se acumulan en forma de “bola de nieve”.

No sugiero que se deba adaptar toda la clase en torno a un solo alumno, pero sí que es nuestra responsabilidad hablar con el estudiante, entender sus dificultades y motivaciones. Si somos padres, podemos tomar la iniciativa de buscar apoyo extra o sentarnos a repasar el material.

En mi caso, ese profesor de inglés de primero de bachillerato me brindó las herramientas para ser autónomo a la hora de mejorar y aprender. Además, despertó mi curiosidad: empecé a consumir videos y contenido en inglés, aun cometiendo errores. Lo genial es que no me abrumaba corrigiéndome todos los fallos a la vez: al final de cada exposición, me indicaba los errores más críticos para que pudiera asimilarlos poco a poco.

Hoy en día, con tanta tecnología, no es fácil encontrar a alguien que te corrija solo uno o dos errores de forma progresiva. A menudo, tener una larga lista de fallos nos abruma y desmotiva. Es preferible corregir de a poco y centrarse en lo más esencial. Aunque parezca que no avanzas, porque siempre habrá errores nuevos, esta estrategia evita la saturación mental (la carga cognitiva).

Recuerda la regla de Miller (popular en diseño de experiencia de usuario): cuando tenemos demasiadas opciones (o errores), nos bloqueamos y no sabemos por dónde empezar.

En el transcurso de dos años, pasé de no poder presentarme en inglés a conversar fluidamente en clase. Cuando llegué a la universidad, ya sabía qué hacer para continuar desarrollando mi nivel. Me tomó tres años más lograr un C2 en inglés, pero lo conseguí.

La exploración del japonés: de la curiosidad a la metacognición

He de admitir que no tenía ningún interés en aprender japonés—ni ningún otro idioma—hasta mi último año de bachillerato. Fue entonces cuando conocí a un amigo fascinado por la cultura japonesa, quien me introdujo a Japón y su idioma. De hecho, terminamos haciendo la licenciatura juntos, y en el proceso, mi curiosidad por el japonés fue creciendo poco a poco.

Al principio, me limité a seguir la planificación educativa que ofrecía la universidad en las clases de japonés. Sin embargo, después de terminar el primer año, me di cuenta de que ese enfoque no me llevaría a alcanzar el nivel que yo deseaba. Quería hablar y entender el japonés con fluidez, no simplemente pasar un examen. Fue ahí cuando empecé a reflexionar acerca de mi propia forma de aprender, cuestionándome las metodologías de enseñanza tradicionales y profundizando en conceptos de cognición (aprender) y metacognición (aprender a aprender).

Este punto de inflexión fue crucial: comprendí que la universidad, en realidad, me estaba dando las bases. No pretendía convertirme en un hablante perfecto de un día para otro, sino brindarme las herramientas fundamentales para aprender de forma autónoma. Es decir, me presentaban la gramática y vocabulario esenciales, pero la práctica real, la inmersión y la mejora continua dependían de mí. Fue como abrir los ojos a un nuevo mundo: entender que los profesores te guían, pero quien decide el rumbo final eres tú.

¿Cómo descubrí mi método?

Este descubrimiento de la metacognición me llevó a analizar con detalle qué funcionaba en mi proceso de aprendizaje y qué no. Me di cuenta de que soy alguien que aprende mejor a través de estímulos visuales—textos, imágenes, esquemas—y de la repetición constante. Por ejemplo:

  • Lecturas graduadas en japonés: Historias sencillas, adaptadas a mi nivel, que me permitían interiorizar vocabulario y gramática de manera natural.
  • Aplicaciones y plataformas online: Herramientas interactivas con ejercicios y tarjetas de vocabulario (flashcards).
  • Libros de carácteres y vocabulario ilustrados: Perfectos para quienes, como yo, necesitan “ver” las palabras para recordarlas mejor.

Darme cuenta de esto transformó por completo mi relación con el aprendizaje de idiomas. Ya no dependía solo de las clases formales; podía reforzar y complementar mi formación con métodos más afines a mi estilo. Empecé a ver resultados mucho más rápidos y satisfactorios, y sobre todo, mantuve la motivación a largo plazo.

Mucho más que un idioma

Lo curioso es que esta experiencia no se quedó únicamente en el japonés. Aprender un idioma de manera autónoma me enseñó una lección valiosa: cada persona tiene su propio ritmo y estilo de aprendizaje. Esta idea fue la que realmente cambió mi perspectiva general sobre la educación. Una vez entendí la importancia de la metacognición, la apliqué también al francés, al inglés y, en general, a cualquier otra habilidad que quise desarrollar. Ese punto de quiebre marcó un antes y un después en mi vida lingüística.

Cómo aplicar este aprendizaje en casa: la mirada desde los padres

Mi historia con el japonés puede parecer un ejemplo aislado; sin embargo, es muy relevante si hablamos de criar hijos en un entorno multilingüe. Del mismo modo en que descubrí la importancia de la metacognición para mi propio aprendizaje, los padres pueden y deben aprender a reconocer cómo asimilan el mundo sus hijos. No todos los niños aprenden igual, y esa es precisamente la clave para fomentar la curiosidad, la motivación y el amor por los idiomas en el hogar.

  • Observar sus estilos de aprendizaje: Algunas personas aprenden mejor de forma visual (dibujos, libros ilustrados), otros necesitan más interacción auditiva (canciones, cuentos), y otros se benefician de la práctica kinestésica (juegos de rol, manualidades con vocabulario).
  • Guiar sin imponer: Tal como la universidad me dio “bases” pero yo tuve que dar el paso para avanzar, los padres pueden proponer múltiples recursos (libros, apps, música) y observar qué despierta más la curiosidad del niño.
  • Fomentar la autonomía: A la larga, un niño curioso tendrá más probabilidades de seguir practicando o aprendiendo el idioma. Por supuesto que, ofrecerle la posibilidad de “escoger” (por ejemplo, qué historia leer, qué canción cantar o qué juego de vocabulario usar) es un paso que ayudará a alcanzar esta independencia lingüística.
  • : Si demostramos una visión optimista y entusiasta hacia los idiomas, es más probable que nuestros hijos quieran imitarnos.

Conclusión: Actitud y metacognición

Mis experiencias con el francés, el inglés y el japonés muestran que la actitud y la metacognición son herramientas fundamentales para aprender cualquier idioma. Podemos nacer rodeados de distintos idiomas y, aun así, rechazar su aprendizaje si nuestro entorno o nuestra perspectiva no son positivos. También podemos “odiar” un idioma y luego transformarlo en un área de dominio, siempre que exista una actitud abierta.

Para criar hijos bilingües o multilingües, mantén una atmósfera de confianza, observa el estilo de aprendizaje de tus hijo/as y, cuando sea posible, propicia su autonomía. Recuerda: nunca es tarde para empezar a aprender un nuevo idioma ni para cambiar la forma en que lo vemos. Con estos dos pilares (actitud y metacognición), cualquier familia puede crear un entorno favorable y sentar las bases de un futuro lingüísticamente enriquecedor.


Si quieres más consejos para convertir tu hogar en un entorno multilingüe o necesitas orientación específica para tu familia, contáctame. Estaré encantado de ayudarte a diseñar la estrategia que mejor se adapte a tus hijos y a su forma particular de aprender. ¡Juntos podemos sentar las bases de un futuro lleno de oportunidades lingüísticas!